jueves, 8 de abril de 2010

LA CAMA DE PANDORA

SEXY RELATO


(Ilustración: Luci Gutiérrez)
Mis fetichistas favoritos
Yo siempre he tenido mucho cuidado de volver a mi casa con las bragas puestas.

Y si, por cualquier motivo no podía ponérmelas (porque hubieran sido pisoteadas, arrastradas por el suelo o mordisquedas por algún chucho fisgón), siempre han regresado conmigo a buen recaudo.

A veces tan escondidas, que un lunes por la mañana fui al súper y, al ir a pagar, el coulotte de encaje (que iba de polizón en mi bolso desde el sábado) se enganchó en el monedero y salió volando para aterrizar, suavemente, en la cinta de la caja registradora. —"Joder, y yo buscándolas". Me alivió tanto el hallazgo que las agité como una bandera ante la mirada estupefacta de la dependienta, el ama de casa que tenía detrás y el obrerete que terminaba de recoger su cerveza de litro y su barra de pan.
Mientras la cajera me cobraba con cara de espanto, las metí en la bolsa de la compra junto a la pasta de dientes y la leche de soja, porque yo nunca vuelvo a casa sin mi ropa interior.

Al contrario que Carmen.
Ha venido hace un rato para contarme que el tipo con el que está saliendo hace una semana ya se ha quedado con dos de sus bragas. Parece ser que, cuando llega el momento de bajárselas, el sujeto se las desliza con tal suavidad que casi ni lo nota, las huele (más que olerlas, las esnifa, dice ella), las dobla cuidadosamente y se las guarda en un cajón de la cómoda.

—"Luego me da corte pedírselas. Así es que, las dos veces que he dormido en su casa, he vuelto a la mía por la mañana sin bragas. Pero lo peor es que no guarda sólo las mías: ¡tiene el cajón lleno de lencería femenina usada!". Como yo creo en las relaciones equilibradas, tamaña rareza se merecía formular la pregunta:
—"¿Cuando se queda en tu casa tú también le mangas los calzoncillos?".
—"¿Qué dices? Vaya cerdada... ¡Que se los lave él!".

Me parece que Carmen no ha entendido que su chico lo último que tiene pensado hacer con sus bragas es lavarlas. Es lo que tiene el fetichismo: que muy higiénico a veces no es y, al despojado de sus bienes (sobre todo si los bienes incautados son prendas de lencería francesa) le sale la broma carísima.

Fetichistas los conozco de todas las formas y colores (y, curiosamente, más hombres que mujeres). Una vez me siguió a casa un tipo que se vino detrás de mis botas de caña alta y tacón de aguja y, como no me dejaba quitármelas, el sofá de piel de mi salón tiene un agujero como recuerdo de aquella noche, cuando intenté cabalgar a mi apuesta montura y clavé las "espuelas" en el sillón.
En otra ocasión, mis calcetines merecieron los requiebros de un chico cuyo imaginario erótico se había quedado en los años 80, la película Flash Dance y la moda de los calentadores (hay gente pa’tó).

Pero ni eso ni nada es comparable al repelús que todavía me da al pensar en aquel fetichista que se ligó Elena una vez y que la llevó a su casa para terminar lo que se estaba calentando por momentos en una fiesta de su trabajo.
El tipo parecía de lo más normal: más atractivo que guapo, introvertido, tímido y poco hablador, pero como algunas mujeres tenemos un master en rescatar a los hombres de sí mismos (y así nos luce el pelo...) mi amiga se empeñó en que, en lugar de Rainman, el muchacho era más bien un Tarzán perdido en la ciudad, y se afanó en descubrir sus secretos ocultos.

La cosa de verdad prometía cuando, en plena faena, él murmuró algo de coger un condón de la mesilla y, cuando Elena alargó la mano para tirar del cajón, el tipo se zafó del abrazo de sus piernas y, rápido como un jaguar, se abalanzó sobre el tirador.
—"¡No, de ahí no!".
Sorprendida por el grito, en lugar de soltar el pomo, la pobre pegó un tirón y el cajón saltó por los aires desperdigando por toda la habitación su contenido: decenas de preservativos usados, algunos resecos y otros aún cargados de semen.
—"¿Pero qué porquería es ésta? No, no me lo cuentes. No quiero ni saberlo", dijo mientras saltaba de la cama y se vestía a toda prisa.
Después, cuando se desahogaba en mi casa entre arcadas de nervios y de asco, me pudo la curiosidad.
—"¿Pero te lo contó?".
—"Pues me dijo que eran los mejores polvos de su vida. Hay que fastidiarse… Que el muy cerdo ata y guarda los condones después de correrse".

Sé que no tenía ni que haberlo preguntado, pero es que no sabía qué era más cómico: si la cara de repugnancia de Elena o la imagen de aquel tipo coleccionando polvos en especie, como aquel marqués de La Escopeta Nacional, de Berlanga, que coleccionaba vello púbico.
—"¿Y cómo sabía a qué polvo pertenecía cada preservativo? ¿Tenían una etiqueta o algo?".
—"Pues no sé… No me esperé a que me hiciera la lista de sus cuarenta principales. Y cállate ya, so cochina. Hay que ver qué bien te lo pasas con esto, Pandora. Si quieres te lo presento...".
Pero después de pensarlo un rato, le dije que no. Y es que, aunque me tentaba conocer al bicho raro, si después de echar un polvo conmigo le veo tirar el preservativo me cojo una depresión.


Gracias:
Pandora Rebato
http://www.elmundo.es/elmundo/2010/04/07/gentes/1270647522.html?a=9bed637b6e282b458c0aae33b8783b12&t=1270746433&numero=
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