sábado, 18 de julio de 2009

Carlos Monsiváis

Entrevista con el escritor


(Dibujo: 1972)

Carlos Monsiváis, el intelectual multitemático que aún se entusiasma por las causas perdidas.
Carlos Monsiváis Aceves (ciudad de México, 4 de mayo de 1938) habla de su vida con el entusiasmo que le produce, a estas alturas, dice, reconocer otra causa perdida. A punto de cumplir 70 años, asegura que ya se le pasó la edad de reflexionar provechosamente sobre sus siete décadas. No importa, comenta, en siete décadas siempre es posible atisbar la trascendencia.

“No sé si pueda llevar a cabo una obra siquiera regular, pero no sirvo para las finanzas ni para la política”, escribió en 1966 en su Autobiografía. Después publicó Días de guardar, Amor perdido, Entrada libre, Escenas de pudor y liviandad, A ustedes les consta, Los rituales del caos, Aires de familia, libros de crónica y ensayo. Ganó los premios Nacional de Periodismo, Xavier Villaurrutia, Anagrama de Ensayo, Nacional de Ciencias y Artes y de Literatura de la FIL de Guadalajara.

Convertido ahora en el “último escritor público en México” por su omnipresencia en la vida cultural y política, Monsiváis habla en entrevista de la izquierda, de su madre, de la homofobia, de su carrera como actor y de su paso como letrista en el grupo de rock Los Tepetatles, de su generación, la trascendencia, la soledad y el amor.

¿De qué forma contribuyó doña Esther Monsiváis en su trabajo de escritor?

Mi madre puso de su parte mi nacimiento, mi primera formación, mi capacidad de pelearme en vano, mi primer amor por los libros, mi sentido del orden (allí fallé) y todo lo que un hijo de mi generación debía saber si quería triunfar o fracasar en la vida.

¿Se reconoce en alguna generación de escritores mexicanos?

En la que se da a conocer en la década de 1950 en los pequeños círculos literarios, en el suplemento México en la cultura de Novedades, dirigido por el gran Fernando Benítez, en la que destacan Elena Poniatowska, Sergio Pitol, Fernando del Paso, Hugo Gutiérrez Vega, José Emilio Pacheco y, de trato menos frecuente pero con grandes afinidades, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José de la Colina, Gabriel Zaid, Juan Vicente Melo, Marco Antonio Montes de Oca y también cerca Carlos Fuentes, Tomás Segovia, Inés Arredondo, Margo Glantz… Conste, no me comparo, me identifico.

¿Luego de su actuación en películas como Los Caifanes y En este pueblo no hay ladrones y en la telenovela Nada personal, qué pasó con su carrera como actor, en qué punto se encuentra?

He trabajado en ocho films, y en la telenovela de Argos Nada personal. La cifra es insignificante, si se compara con la filmografía de Miguel Inclán o de Hernán Vera, El Panzón, el eterno cantinero del cine nacional, pero no obstante creí que me daba derecho a una carrera de donador de autógrafos. No fue así, algo se interpuso en mi camino, un compló de la envidia, un deseo de suprimir lo que hubiese sido una figura del carisma del olvido, qué sé yo, no me valió el ser dirigido por Alberto Isaac, Juan José Gurrola, Mario Hernández, otra vez Alberto Isaac, Armando Casas, Raúl Fernández, Alberto Cortés, Sergio Arau. No presumo, pero sí me duele que a mis quince segundos intensos en cada película, donde deposité todos mis conocimientos del film noir, se les llamen “extreadas”.

¿Qué quería ser de niño, en su autobiografía dice que bombero o comediante, es cierto?

En verdad no sé, y también ignoro por qué dije lo de bombero, etcétera. Más bien creo que me proponía ganar tiempo para averiguar mis intenciones laborales. Si soy sincero, y si mi sinceridad tiene una parte mnemotécnica, me proponía leer y ver películas, en ese orden y nada más. Por lo demás, los que he conocido de vocación más firme son los que han querido ayudar a la humanidad gobernándola.

¿Por qué no siguió publicando cuentos como Fino acero de niebla, ficción como Nuevo catecismo para indios remisos o sus poemas?

Lo de los poemas es una calumnia de la reacción, los otros textos se produjeron naturalmente pero no al grado de causarme adicción.

En marzo de 1971, usted escribió a Elena Poniatowska: “Es Viernes Santo y yo estoy sumido en algo que no sé si calificar de letargo, nostalgia, apatía o simple y reconcentrada soledad. Como quiera que sea no es una sensación amarga o molesta; nebulosa en todo caso; la indecisión entre el aburrimiento y la anemia”. ¿Qué lugar ha ocupado la soledad en su vida?

Esa carta a Elena era parte de un estudio sobre el melodrama pero se me fue en el sobre. Ahora el lugar de la soledad en mi vida es considerable, y comienzo a experimentarla una vez que salgo de mi casa.

¿De qué manera han llegado a su vida el amor y el enamoramiento, o eso es muy cursi?

Han llegado en forma de imposibilidades, fracasos, canciones convertidas en cilicios, ligues al borde del abismo de mis sueños pacíficos, en fin. Como todos, me he enamorado del amor y, dada mi soltería, no he pagado pensión alimenticia.

¿Su definición de Dios sigue siendo: “Es algo que me excede, pero no es algo que me nulifique al excederme”? ¿Agregaría algo al respecto?

Muy poco, la trascendencia ocupa un lugar distinto en cada una de las vidas. Yo la vivo a fondo leyendo poesía, escuchando música, analizando los procesos de la épica, un género literario y una realidad extraordinaria. El lugar de los seres humanos en el cosmos es insignificante o nulo, pero cada uno persiste en las tareas inevitables porque, aparte de las grandes razones (formar un hogar, deshacerlo, construir la Patria desde el sueño, etcétera), está el atisbar la rascendencia, que, como nadie, despliegan los poetas, por ejemplo San Juan de la Cruz: “Y todos cuantos vagan/ de ti me van mil gracias refiriendo,/ y todos más me llagan/ y déjame muriendo/ un no sé qué que quedan balbuciendo”. Esta última línea, por sí sola, me resulta una prueba de la existencia de Dios sin adjuntarle iglesias.

¿Cómo describiría su vida?

Vanidosamente, como la de alguien que nunca quiso dormirse en sus laureles porque sufría de insomnio crónico. Ya sin metáforas vergonzosas, de por medio la describiría con el entusiasmo que me causa, a estas alturas, agregar a mi lista otra causa perdida.Desde niño supo que pertenecía a las minoríasCarlos Monsiváis supo desde niño que pertenecía a las minorías. Actualmente pertenece a las minorías que combaten la homofobia, la discriminación, a la derecha política, a la izquierda acrítica. En su infancia participó en el programa de radio Los niños catedráticos y empezó a memorizar versículos de La Biblia, en 1965 formó parte de un grupo de rock (indie, dicen algunos críticos).

¿Cómo fue su participación en Los Tepetatles?

Fue en 1965, y el show tuvo lugar en el Quid en la calle de Puebla, el productor era Ernesto Alonso, el organizador era Arau y el resultado está a la disposición del oído del tiempo ocioso y explorador. Lo que más me gustó de la experiencia fue trabajar un par de letras con el extraordinario Chava Flores. Las letras no cuajaron, el espectáculo fue un fracaso más bien silencioso y el grupo Botellita de Jerez rescató un par de esas canciones. ¡Ah, sí! Compuse una parte de la canción con letra del Nocturno de Manuel Acuña. Decía simple y formidablemente: “Llora mi vate,/ llora de amor”. (Se repite).

¿Usted siempre ha sido de izquierda?

Creo que sí. O sé que sí, desde mi primer impulso radical que me vino de la fe sentimental en la República española, y desde mi primera filiación ideológica, concentrada en la Reforma liberal y en don Benito Juárez.

¿Qué es ser de izquierda actualmente?

Las respuestas son amplias y desbordan la entrevista, incluso la ahogarían. Sé lo que me interesa de la izquierda, que sea crítica, que no admire incondicionalmente la dictadura de Fidel Castro, que sitúe en perspectiva el autoritarismo con frecuencia inadmisible de Hugo Chávez, que se oponga a la derecha, que denuncie sin tregua a la corrupción, que saque conclusiones del fracaso del socialismo real, que sea antirracista a fondo, que no sea nacionalista pero que sí defienda los intereses nacionales, que se oponga a la desigualdad, el mayor problema del país...

¿En 1951 usted compraba escuditos de la URSS y recogía firmas en San Juan de Letrán y repartía propaganda, y en 1961 junto con José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y José Revueltas participó en una huelga de hambre en solidaridad con los presos políticos ferrocarrileros. ¿Cuándo y por qué cesó su activismo de esa manera?

El activismo es una adhesión que va mutando si no quiere congelarse en una esquina. Hoy ya no compraría escuditos de la URSS (descífrenme estas siglas), ni me sumergiría en una huelga de hambre, pero sí apoyaría como apoyo a distintas causas, la izquierda crítica (la hay y muy considerable, pese a las tribus del PRD y su burocracia tentacular), los movimientos ecológicos, la lucha contra el sida, los derechos de los animales, los derechos humanos, los derechos de las minorías, la no privatización del petróleo... En fin, aguardo el choteo pero mantengo mi derecho a usar mi tiempo tal y como lo decida mi entusiasmo por las causas perdidas y, cada vez más, ganables.

¿Es cierto que usted tiene el récord del mexicano con mayor asistencia a marchas?

Tanto como eso no, pero sé que desde 1953, a mis 15 años de edad, asistí a la marcha en contra de la ejecución de los esposos Rosenberg, electrocutados por ser espías atómicos. Desde entonces, sí que he fatigado el cemento, como se decía antes. Sin embargo, tuve una mala experiencia en 2003, en la segunda marcha contra la invasión de Irak. Al verme, un grupo de jóvenes creo que de la UAM, devotos del comandante Fidel Castro, y al tanto de que yo había presentado el libro de Huber Matos, el revolucionario al que se acusó de “traición a la patria” y que se pasó casi treinta años en la cárcel, comenzaron con su rosario de insultos, felices con su intolerancia. El razonamiento más conspicuo fue “¡Mierda!”, aderezado con la bisutería homofóbica de la izquierda más tradicional. No conozco a esos jóvenes pero los imagino tomando en este mismo instante el cuartel Moncada

¿Existe alguna razón personal en su lucha contra el sida y la homofobia?

No conozco a nadie que participe en cualquier nivel en la defensa de los derechos humanos y en la lucha contra el prejuicio, que carezca de razones personales para hacerlo. Es el círculo compulsivo: las causas lo eligen a uno y uno elige las causas. En lo tocante a la lucha contra el sida, me ha tocado la muerte de amigos míos muy queridos, y las crisis de salud de otros tantos, he estado en velorios donde las madres gritan diciendo “¿Por qué me enviaste un hijo así?”. También, he atestiguado la caída física y moral de personas magníficas y he presenciado la crueldad de médicos y enfermeras. Y he visto lo contrario, seres generosísimos que enfrentan la pandemia, médicos y enfermeras con actitudes notables y familias de verdad solidarias.
En cuanto a la homofobia, tan activamente sustentada por la iglesia católica y no sólo por ella, la considero una herencia de las larguísimas tradiciones de odio a lo diferente y a la diferencia, que ahora sólo exhiben la cerrazón y la crueldad. Por eso, soy partidario de una legislación especial en el caso de los crímenes de odio por homofobia, porque estimularía la educación moral contra el prejuicio. ¡Ah, dioses! Cuando oigo hablar de la derecha moderna, y observo la homofobia de los panistas, me dan ganas de quitarle el seguro a mis canicas.

¿Cuántos versículos de la Biblia memorizó?

Los suficientes como para que al leer en la secundaria un relato de Mark Twain (aquél donde aparece un personaje que sufre un debilitamiento mental luego de memorizar quinientos versículos) me dominase un miedo pavoroso, el mismo que desde entonces me ha impedido llevar la cuenta.

¿El conocimiento y estudio de la cultura popular mexicana fue una elección?

Es indudablemente una elección que, como suele suceder se fue profundizando. Me apasiona toda la etapa cuyo eclipse se inicia con el primer auge de la televisión. Me entusiasma la etapa en que una colectividad, que ignoraba serlo tan ávidamente, se relaciona con una industria cultural y crea instituciones, gustos, usos, costumbres y mitomanías, más que mitos.

En su autobiografía apuntó: “Me correspondió nacer del lado de las minorías”, ¿considera que aún es parte de alguna minoría? ¿Cuál?

Cuando escribí esa frase me refería necesariamente a la minoría protestante. Ahora pertenezco a varias minorías, que ya apunté en la respuesta a una de sus preguntas.

¿Qué opinión tiene ahora sobre: “Monsiváis a donde vais ni lo sabéis ni lo buscáis”?

Es una desdicha que no haya sido mía la expresión, sino del gran Carlos Illescas. La suscribo por entero.

¿De qué ha servido vivir 70 años? ¿Se atreve a formular algún deseo?

El líder sindical Fidel Velázquez, al cumplir 80 y tantos años, afirmó: “Ya se me pasó la edad de morirme”. No soy tan aventurado, pero sí sé que ya se me pasó la edad de reflexionar provechosamente sobre siete décadas. Y sí, sí formulo un deseo: que esparzan mis cenizas en el Zócalo para presumir en el más acá o en el más allá de un funeral céntrico.


Gracias:
Jorge ricardo / Agencia Reforma / Ciudad de México
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