sábado, 2 de mayo de 2009

Ópera Tannhäuser

La redención por el canto


(Foto: EFE/Lioba Braun y Peter Seiffert (vestidos) en una escena de Tannhäuser)
E
n una entrevista publicada en el número de marzo de la revista Diverdi, reflexiona Gerard Mortier sobre la ópera como una forma de teatro que busca volver a dar sentido a la emoción, y sobre el canto como expresión carnal del alma. Y cita como ejemplo de ello la experiencia que ha tenido con un grupo de jóvenes de los barrios periféricos de París, a los que invitó a ver precisamente Tannhäuser.

Dice el próximo director artístico del Teatro Real: "El tema de la oposición entre el amor carnal y el espiritual no parece ser hoy un problema de esos jóvenes; pues bien, su repuesta ante esta ópera ha sido entusiasta, se han quedado absolutamente enganchados físicamente al escuchar el coro de los peregrinos; nunca hubieran podido imaginarse que esa música en vivo, sin apoyo de la tecnología, pudiera ponerles la carne de gallina".

Tannhäuser es, en efecto, una ópera que hay que situar en primer lugar en el terreno de las emociones. Si éstas se producen es que la representación marcha. De lo contrario, mala cosa. De las dos versiones de esta ópera vistas en el Real en la última década, la emoción tuvo escasa presencia en 1999, por mucho que contase con la dirección teatral del cineasta Werner Herzog.

Sin embargo, la emoción tocó fondo en la deslumbrante lectura de Barenboim, Harry Kupfer y Ángela Denoke en 2002. Anteayer, las emociones llegaron a partir del segundo acto, gracias a un espectacular reparto vocal y a una dirección musical contenida y precisa, con algún momento incluso fogoso dentro de una concepción orquestal con tendencia contemplativa.

El primer acto fue de una vulgaridad aplastante, comenzando por la escena de la bacanal, que tanto ha entusiasmado a algunos medios de comunicación (Así estamos). Fue una escena sin ninguna capacidad de sugerencia, pretenciosa, con estética de plató de televisión en programa de variedades para las horas nocturnas, de una banalidad insufrible. Poco le puede tentar a Tannhäuser quedarse en este Venusberg tan descafeinado, a pesar de los bellos cuerpos desplegados. La obertura fue confusa musicalmente y, en general, el acto discurrió musicalmente sin la deseable inspiración, aunque las voces apuntaban ya unos detalles que más tarde cristalizarían, al adquirir mayor protagonismo, en el desarrollo de sentimientos y emociones.

Las voces, el canto, jugaron el papel de la redención, un concepto tan afín a Wagner. Y López Cobos sacó a flote su capacidad concertadora de los grandes días a partir del segundo acto. La puesta en escena pasó a segundo plano. La música llevaba el control teatral y moral del drama.

Ya en el siglo XVIII, Quatremère de Quincy disertaba sobre la ópera y el teatro con razonamientos tan sensatos como que "el modelo de la comedia es el hombre tal y como es; el de la música, tal y como puede ser. Los límites de la comedia son las cosas inverosímiles, los de la música, las cosas imposibles".

Y en ese umbral poético de lo que puede ser, de lo imposible, profundizó con su canto un excepcional Christian Gerhaher -maravillosa la canción de la estrella-, Peter Seiffert transmitió su universo de dudas existenciales a través de la expresión vocal y Petra Maria Schnitzer puso las cotas idealistas y redentoras por el amor y la entrega.

Gran reparto vocal, incluso en cometidos secundarios. Correcto, simplemente, el coro, y entregada la orquesta. Las emociones se fueron poco a poco apoderando de la sala y el público no tuvo más remedio que dejarse llevar por esta música hipnótica, seductora, tramposa a veces, pero de un magnetismo y una fuerza irresistibles.


Gracias:
J. A. VELA DEL CAMPO
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