La luna pone en el bosque luz de cabaret
(Foto: Diego Sinova/Luna llena en el cielo)
Los sonidos de la naturaleza
Noche de luna. Los escenarios son muy distintos. Sólo la luz es la misma. Una luz dura que no admite matices ni detalles. El paisaje nocturno está formado por los contrastes entre sombras y claridades. Además, las noches de plenilunio del final de la primavera suelen ser también serenas, apacibles y frescas. O así lo fueron a lo largo de los últimos años, cuando este catálogo sonoro de la luna llena fue grabado.
No hay mayor sosiego que el que produce el esquileo de una vaca que pace tranquila en una campa, en este caso en Soto de Cangas, cerca de Covadonga. El cuerpo del animal destaca en medio del prado, al claro de luna. Escuchamos el sonido de la hierba segada por sus dientes, un coro de anfibios al fondo y los ladridos lejanos de algún perro. Desde las sombras del hayedo que enmarca el prado, ulula un cárabo... y otros responden en la distancia. Y entre todos, bajo la luz de la luna, hacen que la noche parezca aún más serena.
Muy lejos de allí, las olas rompen contra el acantilado de Es Blanquer, en el archipiélago de Cabrera. Aquí el claroscuro se establece entre las negras formas de la roca y la blanca espuma del mar. Llegan los gritos de las pardelas baleares. Han pasado todo el día en alta mar, pescando para alimentar a sus pollos. En general, estas aves prefieren la oscuridad absoluta para volver al nido; pero en noches así, la puesta de la luna coincide con la salida del sol y las pardelas deben renunciar a su secretismo.
El número de aves diurnas para quienes las horas de luz solar no parecen suficientes es más grande de lo que se piensa. Estamos en otro claro de luna, ahora sobre un claro en un bosque en las laderas de Gredos. Por encima de las copas de los robles, una totovía, la alondra de bosque, vuela en círculos, aletea frenéticamente y proyecta su voz, ya que no su sombra, hacia el territorio de cría. Junto a ella, casi solapándose, un chotacabras gris ronronea en su vuelo también circular.
De la misma manera, el recorrido de la becada por encima del dosel arbóreo de la laurisilva de La Gomera es la proyección hacia el cielo de su territorio de cría. Su vuelo rápido deja tras de sí un breve gruñido, seguido de un silbido. Y poco más. Porque la becada, siguiendo a Joaquín Araújo, la becada se acerca mucho a la idea del silencio.
Nada más distinto a una becada que un ruiseñor. Con luna o sin ella, la voz del ruiseñor ilumina todas las noches de primavera. Y en casi cualquier sitio donde haya un arbusto para esconderse. Desde cada rincón del pinar del Coto del Rey, en Doñana, canta uno de ellos. Por detrás, silba un alcaraván.
La lámina de agua inmóvil del Tablazo, en Daimiel, es un espejo sobre el que se refleja el disco de la luna y las llamadas agudas de la misteriosa polluela bastarda, que se estiran y se pierden en el silencio de la noche.
Pero hay un sonido al que no le afecta la luna llena. Con marea alta o baja, las olas baten igual contra las playas. No puede decirse lo mismo de las aves acuáticas. La marea viva, impulsada por la luna llena, atraviesa la barra de arena y penetra en la ría de Ponteceso, donde silban los zarapitos reales y otras aves acuáticas.
Sólo queda subrayar una carencia. De la luna llena se ha dicho, escrito, cantado, fotografiado y pintado casi todo. Y sin embargo, al menos en castellano, no hay ninguna palabra específica que describa el momento de la salida y la puesta de la luna. El sol, en cambio, tiene su amanecer y su crepúsculo.
Gracias:
Carlos de Hita, Ramón Gómez de la Serna, Greguería
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