100 años de amor a las curvas
(Foto: Gorka Lejarcegi)
A punto de cumplir 101 años, el arquitecto Oscar Niemeyer da nuevas muestras de genialidad, como su Centro Cultural para Avilés. Hablamos de todo con él en su estudio de Río de Janeiro.
Manos a la obra
"No es la línea recta la que me atrae, dura e infelxible, creada por el hombre, sino la curva libre y sensual"
Érase una vez un hombre que no cogía aviones, pero pilotaba platillos volantes. Érase un rostro de piedra viejo como los arcanos del mundo y joven como esos niños de sexto sentido que nos retratan como sin querer mientras nos contemplan, un rostro enmarañado en una nube de humo dibujada por generosas raciones de Davidoff, esos pitillitos cortos y afilados de color marrón oscuro que tanta distinción otorgan a quien los consume.
Érase un fabricante de sueños de hormigón armado, un poeta espacial que, a bordo de un rotulador y estigmatizado por una obsesión de curvas, había declarado la guerra al ángulo recto. "No es la línea recta la que me atrae, dura, inflexible, creada por el hombre. La que me atrae es la curva libre y sensual. La curva que encuentro en las montañas de mi país, en la sinuosidad de sus ríos, en las nubes del cielo y en las olas del mar. De curvas está hecho el universo, el universo curvo de Einstein". Palabra de Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares, para quien la arquitectura no puede ser otra cosa que "conmoción, emoción, sorpresa, diferencia y poesía, cosas que no están sujetas a la escuadra y el cartabón".
Todo ello está presente en sus inmensas cúpulas blancas, en esas rampas inacabables que se pierden en el aire y en unos volúmenes tan básicos en apariencia como complejos en su técnica, cuyo compendio magistral son los impensables edificios que él pensó y plantó entre 1956 y 1960 en la plaza de las Tres Culturas de Brasilia por encargo del presidente Juscelino Kubitschek: una nueva capital en mitad de la nada, un grito de modernidad que ya cumple medio siglo, el legado de un genio que sigue influyendo en jóvenes arquitectos de todo el mundo.
(Como un ovni: El Museo de Arte Contemporáneo de Niterói, una de sus obras más emblemáticas, construido entre 1991 y 1996, es como un platillo volante que ha aterrizado en un lugar de maravillosas vistas sobre el mar y Río de Janeiro.)
Pero también subyace ese lirismo en obras mucho más modestas, como la fascinante Casa das Canoas, una pequeña villa de dos plantas que Niemeyer se construyó como vivienda en plena Floresta de Tijuca, allá por 1952: un arquetipo perfecto de hábitat adaptado al terreno, en el que toda la casa, y también la piscina, está dispuesta en torno a una enorme roca que forma parte de la vivienda.
Esta mañana, Oscar Niemeyer mira la playa de Copacabana desde su estudio-guarida, noveno piso, edificio Ypiranga, avenida Atlántica, Río de Janeiro, Brasil. Mira el mar y las nubes, y la vida pasando por delante, como desde hace tanto tiempo, como desde hace un siglo. Niemeyer cumplirá 101 años el próximo día 15, pero cualquier cosa parecida a las leyes de la naturaleza insiste en negar esa afirmación. El interesado se empeña, con los hechos cotidianos de una existencia que raya en lo inconcebible, en descartar que eso pueda ser verdad.
Porque Oscar Niemeyer fuma, sí, davidoffs a troche y moche ("¿no fuma usted?, pues hace mal; fumar es bueno para la salud y hace pensar mejor", bromea); come frijoles con pollo como si en ello le fuera la vida; bebe vino y algún güisquito cuando cae; charla y ríe, "ej, ej, ej"; observa al visitante de reojo; lee a Sartre y a Baudelaire; escucha a Chico Buarque o a su propia esposa, Vera, cantando La vie en rose; habla del telescopio Hubble o de la literatura de Orwell y Dos Passos con Carlos Alberto, su amigo y profesor en la Universidad de Río; habla de los meninos da rua, de esos niños y adolescentes marginados de pies descalzos que bajan a las calles del centro de Río procedentes de las favelas infinitas de Vidigal o Rocinha; habla de la injusticia social "promovida por el imperialismo americano" y de "ese hijo de puta de Bush, una mala persona"; de la "paradoja" que supone para un izquierdista acérrimo como él contribuir a una de las bellas artes, la arquitectura, "que es sobre todo para los ricos, porque la paga el capitalismo, mientras que los pobres no participan de ella en nada porque se mueren de hambre; sólo ven desde sus favelas cómo construimos los grandes edificios... Una pena".
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