RELATO DE CAMA
(Ilustración: Luci Gutiérrez)
Me acosté con Orzowei
Mira tú por dónde resulta que este año, otra vez, es Xacobeo. Lo vi anoche en un anuncio de la tele y me acordé de Alfredo, aquel novio medio vigoréxico con el que hice una excursión por el camino hace unos ocho años. La verdad es que nosotros no lo planteamos como un viaje espiritual (y no recuerdo que cayera en año santo), sino que para él fue más bien un maratón atlético y para mí, la oportunidad de averiguar si era tan intrépida como mi chico presuponía.
Lo cierto es que me deslumbró aquel fantástico paisaje, y sufrí con gusto una tremenda sobredosis de arte románico, incluso puedo jurar que las ampollas de los pies no fueron las peores que he tenido en mi vida. Pero confieso que esperaba algo más íntimo y cálido de aquel viaje, y la verdad es que (castigo divino, supongo) mis oraciones fueron oportunamente ignoradas. Así es que el recorrido se convirtió en un quiero y no puedo de acrobáticas ocasiones perdidas que terminaron con los dos, al final del camino, doloridos, enfadados y frustrados (léase: mal follados).
Para empezar, exhibiendo un prejuicio absurdo cargado de pijerío, puse como condición no hacer noche en los albergues de peregrinos y, como mi chico consideraba un lujo pagar por un hotel, llegamos al acuerdo de dormir en los camping que encontrábamos en la ruta. Si nos olvidamos de que las paredes de la tienda eran obviamente de lona, bien es cierto que ganamos en intimidad. Pero la primera noche que quise investigar qué se cocía (nunca mejor dicho) dentro de su saco de dormir, casi nos da una lipotimia por el calor y acabamos con las rodillas y los codos desollados.
Eso por no hablar de la dermatitis de contacto que me pillé por darle rienda suelta a un calentón que nos sorprendió en plena ruta... Nos salimos del camino y nos metimos entre los árboles para dejarnos inspirar bien por la madre naturaleza, como Adán y Eva, disfrutando de los placeres más desinhibidos de la vida, pero con las botas puestas... Hasta que acabé con el culo en un lecho de ortigas. O eso me explicaron mientras me inyectaban algo para mitigar mis picores y me prescribían una crema refrescante para aliviar otras partes más tiernas que tenía tan irritadas que tuve que hacer el resto del viaje con las piernas abiertas.
—"Un hotel, vamos a un hotel, por favor... Con una cama y una bañera. ¿Tú te acuerdas de lo que hacíamos en la cama? ¡Si podemos permitírnoslo!", le supliqué, le chantajeé y hasta le hice pucheros, literalmente agotada a cinco jornadas de Santiago.
Pero Alfredo era de natural sufrido, estoico y, por qué no decirlo, le excitaba mucho más la incomodidad de echar un polvo al borde de un acantilado que en un colchón de látex. Así es que, mientras que yo mojaba las braguitas con sólo ver de lejos cuatro paredes y un techo, él tenía erecciones cuando el camino se convertía en desfiladero y buscaba las rutas complicadas y solitarias para meterme mano y quitarme de la mochila a las botas.
Eso sí: después de las ortigas, como yo estaba impracticable por prescripción facultativa, aquí el atleta apretó el paso para llegar cuando antes a Compostela.
No me malinterpretéis: me encanta el sexo al aire libre, ¡pero cuando es la excepción, no la norma! Y con Alfredo era todo lo contrario... Se transformaba cuando entraba en contacto con el campo; se volvía audaz y osado, aunque (todo hay que reconocerlo) se le iba un poco la cabeza. Como cuando se empeñó en que me apoyara en un árbol mientras el "maniobraba a mis espaldas" en los jardines del Palacio de Aranjuez.
—"Pero hombre... ¿aquí?", pregunté incrédula y excitada sin oponerme a sus embestidas.
—"Tú vigila...".
En otra ocasión me prometió que haríamos el amor bajo una lluvia de estrellas. Y no sé por qué pensé que me llevaría a algún sitio romántico y cómodo donde podría vestir mis mejores tacones y mi falda más sexy... Pero no. Cogió mis botas de montaña, las echó en el maletero y fue a buscarme a la salida del trabajo. Cuando llevábamos dos horas andando por una senda camino de la laguna de Peñalara (donde además el camping libre está prohibido...), cargados con una tienda de campaña y dos sacos de dormir, me di cuenta de que me había dejado la libido en el coche y de que su plan para una noche romántica estaba a años luz del mío.
El colmo de lo érotico para él, supongo, fue que, pese a estar en pleno mes de agosto, el cielo se cubrió (se fastidiaron las Perseidas), la pasta de sobre que había traído estaba caducada (nos quedamos sin cena y tuve que hacerle desistir de la ridícula idea de salir a cazar una liebre) y el viento azotaba la tienda de tal forma que me costó horrores concentrarme en el enorme "cunnilingus" con el que pretendía compensarme.
Salvaje como Orzowei, cierto. Pero, para qué vamos a engañarnos: eso era lo que me gustaba de él, aunque a veces tuviera picos insoportables de testosterona y, en general, estuviera tan en contra del progreso que, a día de hoy, casi no utiliza el móvil ni se le conoce dirección de correo electrónico. Así es que mucho me temo que, para devolverle los esquíes de travesía que se dejó en mi casa y que seguro que estos días estará necesitando, voy a tener que llevárselos al sitio donde le encontré.
En fin, habrá que hacer el sacrificio... Es una lástima, porque ya tenía casi curado ese antiguo vicio de rondar por los parques de bomberos...
Gracias:
Pandora Rebato
elmundo.es
http://www.elmundo.es/elmundo/2010/01/12/gentes/1263304022.html?a=df13bf6e5c9a6c083f9fbc8768d5ff4d&t=1263391675
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