domingo, 4 de octubre de 2009

NATURALEZA

Una foca monje recien nacida


(Foto: CBD Habitat/Un ejemplar de foca monje en una playa mauritana)

FOCA MONJE, LOBO DE MAR

Acaba de nacer una cría de foca monje, lo que ya de por sí es una buena noticia. Pero ésta lo ha hecho en una playa de la costa mauritana, abierta a la vez hacia el Atlántico y hacia el desierto del Sáhara. Dicen los biólogos que estudian estas cosas que es una buena señal, el primer nacimiento en playa desde hace siglos, cuando lo normal es que lo hagan en el interior de cuevas abiertas al mar. No sé cómo han podido llegar a esa conclusión. Pero lo cierto es que hace trece años nació una cría en una cueva, y había allí un micrófono para contarlo.

Las focas monje vivieron en el pasado por todas las costas mediterráneas y las atlánticas del norte de África. Homero se refiere a ellas en la Odisea, “las focas de natáfiles pies, hijas de la hermosa Halosidne, que salen del espumoso mar exhalando el acerbo olor del mar profundísimo”. Hijas de Poseidón, por tanto. La competencia por la pesca, la contaminación del mar y esa arraigada manía de perseguir a todo bicho viviente las han diezmado. En la actualidad sólo quedan algunos ejemplares en el Egeo, quizá algunas divagantes por la costa marroquí y los grupos del Atlántico. Uno, de unas decenas de ejemplares, en las islas Desertas; y a cientos de millas de distancia la gran colonia de Cabo Blanco, en una tierra de nadie entre Mauritania y el Sáhara Occidental, donde desde hace años científicos españoles vigilan y cuidan, con bastante éxito, su supervivencia. Esta es, a grandes rasgos, la geografía de la foca, salpicada por infinidad de topónimos como Isla de Lobos, Cala de Lobos y demás, que recuerdan la presencia antigua de los lobos de mar.

La colonia que yo conocí en Cabo Blanco se concentraba en dos grandes cavernas excavadas en los acantilados costeros. Acudí allí invitado por el equipo de investigadores del grupo Isifer –nombre de la especie en lengua sharahui- que querían hacer ciertos análisis bioacústicos sobre el lenguaje de las focas. El territorio había sido minado durante la guerra del Sáhara, lo que nos mantenía confinados en una estrecha franja de seguridad, de unos cientos de metros, rodeados de las inmensidades vacías del océano y el desierto. Para acceder a las cuevas de las focas debíamos descender por cuerdas, caer al mar, con el equipo de grabación precariamente protegido en un bidón estanco, y aprovechar una buena ola que nos impulsara hacia dentro. La operación debía desarrollarse al empezar a bajar la marea, cuando la mayor parte de las focas se encontraban pescando a cuatro o cinco millas de la costa.

Una vez dentro, arrastrándonos y enfundados en trajes de neopreno con la capucha puesta, debíamos rebozarnos en la arena; la intención era parecerse y oler a foca, o por lo menos no desentonar demasiado. La escenografía era magnífica. La cavidad, abierta a poniente, se iluminaba con la luz solar tamizada por el agua pulverizada de las olas. Una cueva salvaje, intacta desde la noche de los tiempos, con rocas tapizadas de enormes percebes y ocupada en esos momentos por una única cría de un mes de edad, un cachorro gordo, de pelaje sedoso y ojos lastimeros.

A medida que la marea bajaba, bajaba también el ruido del mar dentro de la cámara de resonancia en la que nos encontrábamos. Al cabo de un rato llegaban las primeras focas, entre gritos y estornudos; los grandes machos negros solían entrar en grupo, gruñendo y peleando entre ellos; sorprende ver a qué velocidad se pueden mover reptando por la arena estas masas de hasta trescientos kilos de peso. Para prevenir posibles embestidas llevábamos un simple palo de escoba, que, por suerte, no fue necesario utilizar.

En un momento determinado unos gritos agudos, imperativos, sobresalían por encima del barullo de la cueva. Y unos gruñidos mucho más suaves respondían. La foca madre y su cría se llamaban, se buscaban una a otra. Estos gritos eran la causa de nuestra presencia allí, ya que los investigadores del comportamiento querían saber de qué manera se encontraban, qué matices distintivos había en estas voces para que madres e hijos se reconocieran, sin lugar a equívocos, en el tumulto de una colonia.

Pasado el reencuentro, y con la playa interior ganando espacio a medida que el mar se retiraba, las focas se entregaban a un dulce descanso: ronquidos, resoplidos y demás ruidos corporales armonizaban con el latir de las olas. El punto más bajo de la marea era el momento de salir con sigilo, de abandonar la cueva antes de que las olas lo impidieran. Sin interrumpir la plática con Morfeo de los gigantescos “negros”, de muy mal despertar. Desde el agua, una escala nos llevaba de nuevo al borde del acantilado, a la estrecha franja libre de minas.

Esta operación se repitió tres veces. Se consideraba que las molestias a los animales compensaban por los beneficios que se pensaba extraer del análisis de los datos bioacústicos. Por desgracia todo se interrumpió bruscamente. Semanas después, un temporal de poniente batió las costas de Cabo Blanco y una ola arrastró a la cría mar adentro, todavía incapaz de debatirse contra las fuerzas desatadas del océano. Meses más tarde, en 1977, una marea natural de algas tóxicas produjo la muerte a unas doscientas focas monje, dos tercios del total de la colonia, y todos los proyectos de investigación se suspendieron ante la necesidad prioritaria de asegurar la supervivencia de la especie.

Hoy llegan buenas noticias, y parece que las focas de Cabo Blanco, las hijas de la hermosa Halosinde, se reproducen con éxito y podrán volver a contactar en breve con sus hermanas de Madeira, por una ruta marina a través de las aguas de Canarias. Quizá las focas vuelvan a recalar en su ancestral isla de Lobos.


Gracias:
Carlos de Hita
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