miércoles, 1 de julio de 2009

Pina Bausch

La danza escénica pierde a su diosa


(Foto: TEJEDERAS/Pina Bausch en Café Müller representado en Barcelona en 2008)

La danza escénica pierde a su diosa

Pina Bausch fallece de un cáncer a los 68 años - Genialidad, humor corrosivo y angustia vital pueblan la obra de una creadora que cambió el destino del género
Coreografió durante 40 años. La semana pasada estrenó en Wuppertal su última pieza, aún sin título, inspirada en un viaje a Chile. Ayer murió. Tenía 68 años.

Philippine nació en plena II Guerra Mundial en Solingen, una ciudad gris de Alemania especializada en hacer tijeras de buen acero, creció en el restaurante que regentaba su familia y allí recibió su primera clase de folclore. "La niña es muy elástica", dijo un pariente, y eso decidió su vida, algo que, a su manera, se describe sucintamente en Café Müller. A los 15 años, Pina está ya en las manos de Kurt Jooss y a los 19 volaba a Nueva York.

La pregunta que se hacen los historiadores de la danza más serios es de dónde sale el estilo Bausch, cómo cristaliza; una manera de desarrollo escénico complejo, no lineal, que explora y explota las posibilidades creativas de la tropa más allá del conocido ejercicio de "fijar una improvisación". Esas raíces estéticas habría que buscarlas en aquellos inicios en Essen de la mano de Jooss (siempre mantuvo esa umbilicalidad con la Folkwangschule a través del maestro Hans Zulig) y luego en su etapa americana, donde después de los cursos en la Julliard School intervienen tres personas básicas: Antony Tudor (el interés por el desarrollo de una dramaturgia no siempre ligada a lo narrativo; bailó bajo sus órdenes en la Metropolitan Opera); José Limón (el gusto por acompañar la danza expresiva con la música barroca) y Mary Hinkson (que la acercó a los preceptos de Graham y luego la llevó a la New York City Opera).

En 1961 Jooss la reclama en Essen y hace su primer ballet: Fragment. Poco después el sobreintendente de la Ópera de Wuppertal se interesa y la invita a coreografiar el Venusberg ballett de Tannhäuser; la intuición no falló: un año después le dijo: "quédese, el ballet es suyo". E hizo Fritz (música de Hufschmidt, a la sazón, director musical del ente lírico). Y así nacen las posibilidades en la temporada de 1975 de acercarse a dos óperas de Gluck con bailables: Ifigenia en Tauride y Orfeo y Eurídice con el resultado de obras maestras que iban a cambiar el destino de la danza escénica, primero europea, y después mundial.

El tríptico de redención del género que avanza los prolegómenos de la danza-teatro contemporánea se produce ese año: La consagración de la primavera (Stravinski), hoy también en el repertorio de la Ópera de París. La superficie de la escena aparece cubierta de tierra húmeda por primera vez. Son los tiempos de trabajo junto al diseñador Rolf Borzik, responsable en gran medida del aparato estético y formal. Le siguen Los siete pecados capitales (1976). Aparecen las láminas de agua, cascadas de lluvia, trayectos escénicos que evocan ensayos, escenografías que reproducen hiperbólicamente habitaciones conocidas, parlamentos catárticos e introspectivos, collage musical variopinto, ropa second hand y una diseñadora, Marion Cito, primero bailarina y después vestuarista.

Borzik murió de cáncer a los 35 años en 1980, y Pina crea enseguida 1980, donde incluso se amortaja a un bailarín. Fue su desquite vital, pero ella nunca se repuso de esa pérdida, una ausencia que sobrevoló toda su obra y su vida, con esa dolorosa y contenida conexión con el expresionismo alemán a la vez que buscando una inasible forma nueva, una salida. Entonces, en Claveles, surgió en 1982 aquel suelo sembrado de flores rojas. Era un patético canto a lo efímero, otro elemento vital del estilo. Chispazos de humor corrosivo, autohumillaciones explícitas, Bausch rebuscaba con cierta crueldad en las almas de sus artistas, las vaciaba y las volvía a poblar de una angustia que ya era otra, coloreada por su toque abrumador. Nunca olvidaremos a Pina, pero tampoco a Dominique Mercy con el tutú; a Beatrice Libonati mordiendo el micrófono al gritar su nombre; a Nazaret Panadero en el paradójico ejercicio de ballet; a Lutz Föster iniciando un ritual con una taza de té...

Anoche en Madrid, Mijaíl Baryshnikov, otro de los grandes, aseguró: "Estoy sacudido por la muerte de Pina, porque más allá de sus cualidades artísticas era una amiga muy cercana. El mundo del arte ha perdido una de sus líderes, yo perdí a una gran amiga. Haré un homenaje a Pina con nuestro espectáculo en el Matadero con Ana Laguna y Mats Ek y, con toda modestia, bailaremos para ella".

Sus dos apariciones en el cine son anecdóticas pero entrañables, y pueden entenderse más bien como las reverencias de dos directores a una figura ante la que no se podían mantener indiferentes: el gran Federico Fellini en E la nave va y Pedro Almodóvar en Hable con ella. Son dos cosas muy distintas. Mientras en el fellini Pina actuaba dentro de la trama, sujeta a guión, el filme del manchego fue un homenaje: filmar un trozo de Café Müller. Pina dirigió también una película: El lamento de la emperatriz (1990). Wim Wenders había iniciado un documental en 3D con ella, y para ello viajó la semana pasada a Wuppertal al último estreno que aún carecía de título.


Gracias:
ROGER SALAS - Madrid
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