Pocas dríadas
(Foto: Archivo/El Pais)
Representación de Don Quijote del Ballet Ruso.
La alta pedagogía del arte coreográfico enseña que la lectura de Don Quijote inspiró a Marius Petipa su coreografía, tras su paso -de más de un lustro- por España. Y escogió Las bodas de Camacho (leía y escribía fluidamente en castellano, además de tocar virtuosamente las castañuelas) como línea argumental porque permitía una acción bailada coherente en línea con la moda de la época (colores locales, acto blanco). Es el único gran ballet de los que sobreviven hoy que no se estrenó en San Petersburgo, sino en el Bolshói de Moscú, pero ésa es otra historia.
Gediminas Taranda (Kaliningrado, 1961) está en la iconografía del ballet ruso-soviético por su papel como Abderramán en Raymonda (Grigorovich, 1984), pero también debía figurar su soberbio torero Espada en Don Quijote, que lo bailaba en sus tiempos con arrolladora personalidad, y ese espíritu, muy de escuela moscovita, es lo que ha transmitido en su versión de la obra, y entra dentro de la lógica que tenga los mismos dejes y acentos de sus antecesores, sus virtudes y sus defectos. La impronta de una gran escuela de tradición no se puede saltar a la torera. Intentarlo lleva el riesgo de ser empitonado. Lo mejor de la velada fue precisamente el Espada bailado por Narimán Bekzanov, que suma carácter a su línea y musicalidad.
La escenografía es de una pesada ampulosidad expresionista, basada en el dibujo de grandes telones que relatan época y sueños desde un naturalismo aderezado con fantasía muy a la rusa. Lo mismo pasa con el vestuario, con los tipismos ineludibles en aquello que dio en llamar el compositor Asafiev, "la España rusa".
También hubo brillo en la jota y el fandango del primer acto (los rusos manejan como nadie el concepto de la danza de carácter) y la escena de los gitanos; no así el acto de las dríadas (ninfas de los bosques) o sueño de Dulcinea, donde, por faltar, faltó hasta la reina de la tropa espectral. Muy buen baile el obtenido por Mayumi Kanedo, tanto en Cupido como en su variación del tercer acto. El personaje de Mercedes, más cercano en estilo al de la bailarina callejera, también se esmeró en dar de sí, y Elena Colesnichenko, en la Callejera, recordó con sus acentuados cambrés a la legendaria Anísimova. La Kitri (llamada así en su versión eslava por la ermita de Santa Quiteria en La Mancha, un sitio que seguramente Cervantes visitó) de Aliya Tanikpaeva destacó por su salto poderoso y no tanto por el resto, mientras el Basilio de Kiril Radek derrochó energía y alguna falta de control en los giros. En general, se respeta el orden musical original, la pantomima de tradición y cierto detalle actoral hoy olvidado que puede parecer de un gusto superado por la modernidad. Probablemente el ballet necesita de ambos recursos en un justo matiz.
Gracias:
ROGER SALAS - Madrid
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