LA CAMA DE PANDORA
'Mi último ciberpolvo'
Ilustración: Luci Gutiérrez |
Leo en el teletipo que las mujeres españolas somos las que más coqueteamos en internet. Que, en un ranking en el que nos siguen las polacas, las dominicanas, las italianas, las argentinas, las brasileñas, las chilenas, las portuguesas, las canadienses y las venezolanas, las españolas somos las que estamos más dispuestas a iniciar una conversación con un señor al que presuntamente no conocemos de nada y con intenciones algo más que amistosas.
A estas alturas supongo que no os sorprenderá si os digo que yo también fui una de ellas. Nótese bien que he escrito “fui” y no “soy”. En realidad fue un visto y no visto. Lo dejé. Mis motivos tengo. Enseguida entenderéis por qué.
Hace unos años, antes de la democratización de las web cam, cuando comenzó el boom de los chats, yo los observaba con reparos. Mi amiga Carmen, sin embargo, era muy usuaria de ellos y contaba maravillas. Total que un día lo probé y me gustó. No voy a engañaros: fue un romance breve porque me quedé enganchada del primer chico con el que tuve sexo online y estuve chateando únicamente con él durante un par de meses.
La verdad es que nuestras cibercharlas más intensas solían empezar con las clásicas preguntas de toma de contacto (“¿qué llevas puesto?”), seguían con alguna sugerencia de ocio y disfrute (“acaríciate más rápido”, “métete otro dedo”), después pasaban al deseo de planes compartidos (“me encantaría clavártela hasta el fondo”, “si cierras los ojos podrás sentir mi lengua chupándote la punta muy despacio”) para terminar con la exaltación de la alegría de habernos conocido (“¡me corro!”, “¡sí, sí síííííííííí!”).
-“Si ha sido así por Internet no quiero ni pensar cómo puede ser en persona…”, me dijo un día. Y no tuvo necesidad de apretarme más, os confieso que yo tenía casi más ganas que él de vernos cara a cara. Así es que sí, quedamos, follamos, fue increíble y, vive Dios que los milagros existen, nos enamoramos. O al menos yo sí. Y nuestra relación traspasó la pantalla para hacerse real. Y… ¿colorín colorado? ¡¡¡¡¡Nooooo!!!!!
Resulta que medio año después, cuando ya éramos una pareja consolidada que sólo follaba en vivo y en directo sin teclados ni salas de chat, me di cuenta de que mi novio remoloneaba un poco más de la cuenta ante el ordenador. Trabajo no era, así es que sospeché que quizá había vuelto a los chats (que yo había abandonado radicalmente en cuanto él entró en mi vida) y no me equivoqué. Un día se dejó la sesión encendida y después de rebuscar un poco encontré una carpeta en la que el muy memo almacenaba todos los ciber polvos que echaba con otras mujeres y siempre, invariablemente, terminaba con una invitación: “¿Por qué no nos vemos en persona?”.
Le confesé a Carmen mis sospechas y ella, que seguía enganchada al cibersexo y sabía lo que ahí se cocía, me sugirió que, si había perdido a mi novio en casa, lo que tenía que hacer es volver a los chats para buscarle. Y así lo hice. Había tomado nota de todos sus nicknames, así es que me creé un perfil ficticio y me dejé caer por donde sabía que él rondaba. Al tercer día de charlas intrascendentes esquivando intentos de coqueteo, mi chico apareció.
-“Soy rubia, delgada, 1,70 y me acabo de operar las tetas”, le dije cuando me preguntó si podía describirme. Vamos, que si no se tiraba de cabeza… Y se tiró:
-“Pobrecita… ¿y te duele mucho? Yo podría quitarte ese dolor acariciándolas muy suave, muy despacio… Si quieres te puedo poner una inyección relajante justo ahí abajo. Mi aguja es muy grande y gorda, pero creo que no te dolería…”. Mientras echaba otro ciberpolvo con él, le daba vueltas a si podía considerar ya aquello una infidelidad o, por el contrario, sólo era una conversación con una desconocida. El orgasmo me impidió llegar a una conclusión.
-“Quiero hacerlo más contigo”. Me dijo. Y, como no contesté, añadió: “Pero ni por escrito ni por teléfono, en persona”.
-“¿Quieres que nos veamos? Igual a tu novia no le sienta bien”. Chicas, eso hay que decirlo hasta cuando estamos casi seguras de que no hay otra.
-“Yo no tengo novia”, escribió el muy canalla y no me hizo falta que me negara tres veces, en mi cabeza cantó el gallo de la traición. Así es que rápidamente decidí que había que asegurarse de que la cita no era para tomar un café.
-“Y si nos vemos… ¿qué vas a hacerme?”. De su profusa y explícita descripción, que aquí os ahorro, nació otro orgasmo (me daba morbo, caramba) y así, todavía jadeante pero con la cabeza muy clara, le dije que sí, que nos veríamos. Conseguí que quedáramos al día siguiente en un sitio inverosímil: en la rotonda de un centro comercial de las afueras.
Me aseguré de llegar unos minutos tarde para que él no me viera antes y, cuando me tuvo delante, casi le da un infarto. No tengo valor para montarle escenas a la gente, así es que, cuando me cansé de escuchar sus torpes y balbuceantes mentiras, le di las páginas del chat, ante las cuales se quedó mudo.
-“¿Te acuerdas del último polvo que echamos?”, le pregunté mientras señalaba los folios que tenía delante. “Pues ése fue el ÚLTIMO polvo que echamos”.
Semanas después volví con otra nueva identidad al chat sólo por curiosidad para hacer una comprobación. Efectivamente, ahí estaba otra vez, ofreciendo sexo por escrito. ¿Veis lo que os digo? Que, aunque tenga a su disposición la pradera más verde del mundo, la cabra tira al monte.
Gracias:
Luci Gutiérrez
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/lacamadepandora/2010/11/11/mi-ultimo-ciberpolvo.html
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